Por Ana Lilia Arias 🇲🇽
Para Nathan Heller, reportero del The New Yorker, «La verdadera fuente de la civilización no fue la escritura, sino la corrección de estilo».
Quizá a muchos les resulte excesiva esta afirmación, pese a que se haya externado en los años veinte del siglo XXI; pero quedará más claro si tomamos en cuenta que un siglo antes el editor y corrector del The New York Time, Theodore M. Bernstein, aconsejaba a sus alumnos de periodismo:
«si la escritura debe ser una forma precisa de comunicación, entonces debe tratarse como un instrumento de precisión que la haga precisa, brillante y clara».
Cierto que la prédica se dirigía a los redactores, pero hasta cierto punto también las extendía a los correctores de mesa, responsables de pulir, potenciar y confirmar (de manera silenciosa e invisible) la claridad y precisión de las ideas de sus compañeros, con el fin de hacerlas brillar.
Y es que esta práctica de pulir, potenciar y confirmar la claridad y precisión de las ideas no empieza ahora ni empezó en el siglo pasado; vaya, ni siquiera empezó cuando apareció la imprenta: se trata de una práctica que surgió a la par de la escritura.
Se cuenta que en la antigua Roma el historiador Pomponio Ático tenía tanta pasión por los libros que se dedicó a reproducirlos. Dicen que Cicerón solamente a él le confiaba su obra, ya que estaba seguro de que nadie la cuidaría mejor.
No le llamo editor, como lo caracterizan por todas partes, porque el concepto de editor que tenían los romanos de entonces no es el mismo al que tenemos ahora; es más, ni siquiera es el mismo al que se tenía a finales del siglo pasado.
El caso es que con Ático aparece por primera vez la figura del corrector: los agnostae (lectores que en voz alta animaban a los comensales en las tabernas) a quienes contrataba para que corrigieran las copias que hacían a toda prisa los esclavos griegos ilustrados, conocidos como literati. Ojo aquí: ¿les recuerda algo esta actividad?
Después vinieron los copistas monacales y ahí aparece el corrigere, nada más que a diferencia de su par romano, éste solamente cotejaba letra por letra entre el original y la copia ya que desconocía su significado.
Fueron siglos y siglos en los que los correctores conservaron la actitud monacal revisando los escritos a cambio de habitación y comida.
Actitud que continuaron los eruditos del Renacimiento, debido a que los editores-impresores de entonces buscaban contratar a los más prestigiados profesores universitarios para garantizar la calidad de la obra.
Una vez más, ¿en qué se diferenciaron los copistas monacales con los doctos renacentistas? En que los modernos ya no cambiaron su saber por casa y comida, sino por el privilegio de leer antes que nadie los libros que iban a imprimirse.
Tal fue el caso del humanista neerlandés Erasmo de Róterdam, patrono desde 2006 de las y los correctores de estilo. O Elio Antonio de Nebrija, primer humanista hispano, creador de la Gramática de la lengua castellana en 1492.
Tuvieron que pasar más de 500 años para que el gremio de correctores decidiera levantar la voz y hacerla valer.
Tampoco ha sido fácil ni rápido, pero las y los correctores hispanohablantes destinamos, hoy por hoy, cada 27 de octubre para celebrar nuestra profesión; más allá de la falta de precisión acerca de la fecha exacta del natalicio de Erasmo de Rotérdam.
En México, esta vez cumplimos dieciocho años de celebrarlo ininterrumpidamente. Dedicar un día a la corrección de estilo y hacerlo internacional propició que, hace trece años, nos reuniéramos por primera vez en torno a un congreso internacional; ahora nos volveremos a reunir por séptima ocasión en la ciudad de Quito, en las instalaciones de la Universidad Simón Bolivar, gracias a la anfitronía de la Asociación de Correctores de Textos del Ecuador (Acorte).
Ya somos nueve países de Hispanoamérica que contamos con nuestra asociación de correctores y al menos hay tres en formación. La oferta educativa es amplia en diversas partes para formar correctores profesionales y sigue en ascenso. Hemos salido a la luz y nunca más volveremos a la oscuridad; pero todavía queda mucho por hacer.
* Ana Lilia Arias es presidenta fundadora de la Asociación Mexicana de Profesionales de la Edición.
